sábado, 11 de abril de 2020

El viaje a la terraza de mi abuela.


Comienza como todos los grandes viajes, con un pequeño paso, un paso que no podía dar. Los perros de chiquito me daban mucho miedo y en la casa de mi abuela estaba el Moni. Un perro peludo, que más que greñas ya eran rastas. Muchas veces le colgaba la lengua y de ella una baba perfecta que podía aguantar la fuerza de la gravedad hasta 10 centímetros. Los ojos se le intuían detrás del flequillo grisáceo que le llegaba bien bien hasta las mejillas. Eran como canicas, negras, muy oscuras y muy brillantes. La verdad que ahora mismo es como si lo tuviera delante. Pobre, siempre me dio pena su muerte, pero eso lo dejamos para más adelante.



Como todo guardián fiel a su reina, él atacaba antes de preguntar, y cuando aquella puerta enorme, pero enorme de verdad (yo no sé cómo podía haber tanta diferencia entre las aberturas de hoy, todas estandarizadas, y las de antes, de cualquier tamaño, ya sea de ancho, largo o alto. Ésta era muy alta, no quiero mentir, pero si sigue puesta lo podríamos ir a medir, los 2 metros y algo no se los quita nadie) se abría él ladraba por contraposición. 


En realidad esto ocurría si los habitantes de aquella casa advertían mi llegada y lo "encerraban" ahí arriba, pero sino, el Moni siempre estaba detrás de una puertita muy curiosa entre lo que podríamos llamar la "cocina-comedor" y el patio o galería. Esa pequeña "valla" tenía un resorte grandioso para que se cerrará sola, su sonido aún rechina en mis recuerdos.


Cuando ya se habían acabado los saludos, los abrazos, los mimos, las tomas de contacto, los cien mil ofrecimientos de mi abuela, y los ochenta mil rechazos de sobre-merienda que intentaba darme, yo ya podía "investigar" aquella curiosa casa solo. Puede que luego me detenga, si puedo, a explicar la disposición de las habitaciones y demás estructuras del edificio, pero ahora hagamos de cuenta que ya pasé esa valla que estaba casi tocando una heladera viejísima.


Algo de "Pasos de los toros" asalta a mi memoria en este momento, pero no me acuerdo si, además de su sabor, que por aquellos años y por alguna razón, siempre había en la casa de mi abuela, puede que tenga una vaga idea de que el logo estaba por ahí presente. No es fácil poner las imágenes de aquella época en  mi cabeza de nuevo, porque además de llenárseme de sentimientos, esa casa tenía mucha distracción visual. Para darles un ejemplo, la mítica foto de "Evita", la imagen de Jesucristo detrás de la puerta verde, pesada y metálica de la entrada, los ositos de peluches  ganados en los "té canasta", perfectamente protegidos con un plástico para que el polvo no los tape, los recuerdos de los viajes de estudio, las fotos de nietos, los juguetes de hijos, baratijas, tacitas, copitas, impuestos, sobres, cartas, etc.

Una vez fuera, si seguía derecho por la galería estarían las puertas y ventanas de un par de habitaciones hasta llegar al taller (mi taller según contrato de palabra con el abuelo Lino) y aquel curioso baño al final de todo. Si giraba a la izquierda había una puerta más curiosa que las anteriores que resguardaba un supuesto garage. Pared y la puerta que nos cita, la de la terraza.


El primer paso no solo era jodido por lo del perro, sino porque además los escalones producían cansancio de solo mirarlos. Estaban pintados. Todo en esa casa siempre estuvo pintado de colores estridentes. Eran muy altos, muchos, y juraría que alguno estaba inclinado de forma peligrosa.


Cabe destacar que me estaba olvidando mencionar el tierno hocico del Moni asomando por el umbral de la puerta, esa narizota negra y brillosa como si estuviera hecha del mismo material que sus ojos, nada más que en vez de ser perfecta, era rugosa (como la de todos los perros), a mi me recuerda a un forro que vendían para cuidar nuestros cuadernos.


Una vez estabas llegando arriba podías ver la casa del vecino (el Tin) separada por un alambrado típico de gallinero. Se divisaba la escalera, el patio, alguna puerta, un techo, pero sobre todo, se veía una casa normal, no como ésta.


Miren si era rara la casa de mi abuela que para contarles lo siguiente que ocurre en la terraza tengo que advertirles que estaba a dos niveles. Uno, el primero que pisabas apenas acababas la osadía de subir aquellos peldaños, en ese primer nivel había poca cosa, unas plantas eternas, creo que se llaman patas de rana, pero no me hagan caso que para los nombres de las plantas soy malísimo, lo único que sé es que me llevé un gajito de esas plantas a  mi casa y en un santiamén se habían triplicado por todo el cantero donde las había plantado sin mucho cariño. Había peperina, un olor que de lo feliz que me hace me desprende una lagrimilla al contarlo, alguna albahaca, y cactus, muchos y pinchosos cactus. Botellas vacías, como en toda casa por aquella época, no olvidemos que los envases eran retornables y el que más tenía... una fiesta mejor se podía  permitir, a menos que le rogaras a la granja de confianza que te "fie" los envases. Muchas damajuanas y algún ladrillo por si las chapas se volaban.

Para acceder al nivel 2 viene un escalón (parecido a un rellano), traicionero y con un vacio por debajo digno de idea loca de Gaudí, todo un desafío a la arquitectura, los pesos y los apoyos. 


Puertita (¿cuándo no?) y de frente una ventana preciosa de madera, obviamente pintada (la última vez que la vi tenía un celeste "Miconos" precioso). No estaba ahí suelta, no, era del "pent-house" de mi viejo, por tanto estaba al lado de la puerta de ese habitáculo.


El suelo de este segundo nivel era de un naranja terracota absorbente, no por su belleza, que la tenía, sino porque si hacías la prueba de escupir, el agua desaparecía antes de expandirse. Si intentabas escribir "Juli" antes de la "i", la jota había desaparecido. 


Había todo tipo de tiestos, rotos de cemento, rajados, desgastados, pintados, e inventados. Si, era una casa de inventores, donde uno ve una batería de coche gastada otros vieron una maceta. Había estatuillas dignas de jardines galantes de la zona de Alberdi, pero no, estaban en esa terraza, algunas con algún que otro miembro roto, pero ahí estaban.


Con sus tetas pintadas custodiaban las plantas que sobrevivían por si solas, aguantando hasta que la próxima lluvia las vuelva a regar.


No nos queda mucho, falta llegar al borde desde donde se veía la calle Iguazú, si el plano es en movimiento desde el suelo hasta el cielo vendría así: rachola naranja, maceta, pared desintegrándose, borde (puede que naranja, puede que redondeado), chapas del techo de la "cocina-comedor", antena gigante de televisión, borde de la casa, ladrillo visto, vereda, estrecha y gris, sin árbol ni césped, calle de adoquines, cordón, vereda igual de seca, soleada y atacada por soretitos de perros de la zona, fachada de la casa de los padres de Galloni (Ex jugador de Central, eterna promesa, sueño precoz truncado por una lesión horrenda) y finalmente, cielo argentino.


Seguimos para la derecha, hacía el gigante paredón de la aceitera que colindaba con la siempre en construcción parrilla de la casa de mi abuela. Tenía muy buena pinta y buenos materiales, pero nunca fue acabada, no sé por qué, pero la de mi casa pasó por la misma suerte. Quizás sea el factor común "Michelli".


Al lado de la parrilla, la segunda ventana de esa "pieza" que habitaba mi padre en su juventud. También de madera, también pintada. Y al lado, un enorme tacho de carburante, tendría no menos de un metro de alto. Era el hábitat del precioso níspero que presidía, junto al gomero del nivel 1, la maravillosa terraza de las que les hablo


Todo esto viene de mi gran recuerdo por mi tío Humberto.


Otro tío no tío. Como todos los que tengo y he tenido.


Jorge fue mi tío presencial desde siempre, y nunca fue de sangre, era vecino de nuestro barrio, amigo de mi madre desde joven (pero esa es otra historia).


Y luego está Carlitos, mi tío Carlitos, quien tiene otra historia aún más jugosa ya que fue el mejor amigo de mi verdadero tío, Julio, pero cosas de la vida, el exilio y la migración, fue que cuando yo nací en Barcelona, él estaba ahí junto a mis viejos, por ende, la imagen de "tío" es para él, que se quedó en esta mágica ciudad, y por suerte, muchos años más tarde y hasta ahora, pude recuperarlo como lo que es, mi tío.


Los hermanos de mi papá nunca fueron buenos tíos, por tanto ya de pequeño decidí, cada uno por lo suyo, que no serían mis tíos.


El tío Humberto en realidad era hermano de mi abuela, por ende era tío de los 3 hijos de mi abuela, no mío. Pero si yo le llegaba a decir tío-abuelo se enfadaba mucho, pero de verdad, era capaz de empacarse, doblar la silla plegable que poníamos cada noche en la vereda y meterse adentro, a lo que se le destinó su habitación.


Sí, porque él vivía con su madre, la abuela Pepa, que tuve la suerte de conocer al llegar de España, realmente mi bisabuela, quien también tenía un níspero increíble, quizás sea de  ahí que mi tío cuidaba tanto del de la casa de mi abuela, quizás sea de ahí que desde hace años tengo un níspero.

Pepa murió y mi abuelo Lino también, por tanto se fue a vivir a lo de mi abuela hasta que un infarto lo dejó seco a los 63 años, en la vereda, luego de traer las compras de su hermana con la ayuda de su bici, su aliada más fiel.


La aparcó y salió a la vereda según cuenta el vecino que lo vio por última vez. No sé si es cierto pero cierra perfectamente con su personalidad, dice este hombre que lo último que vio mi tío fue una morocha como las que a él le gustaba. Soltero for ever. Nunca jodió a nadie.

Creo que fue la pérdida más dura que tuve que superar. Fue sin  dudas el primer contacto real con la muerte. El no entender que uno está, y un minuto más tarde ya no.


Ya que estamos tocando temas de mierda, no quería dejar un hilo colgando de algo que les quería contar antes. Años atrás de este trágico suceso, unas inundaciones terribles azotaron muchas zonas de Rosario, menos la mía, que era una zona alta al lado del río. El barrio de "arroyito" quedó abnegado y mi abuela vino a vivir con nosotros. Mi tío se quedó cuidando la casa para que no entraran a robar, pero lo que no pudo prevenir este paladín de mi infancia fue la enfermedad que acabaría llevándose al Moni. Todos sufrimos muchos su ausencia porque al final, aquella bestia era entrañable.



Ahora sí, volvamos al olor de esa fresca peperina, a las cálidas tardes del final de la primavera. 


Cuando me tiro al sol, un sol amable, siempre pienso que es un link o conector directo con lo bueno de la vida. Será por eso que los buenos recuerdos son cálidos y los malos fríos? Al menos en mi, funciona así.

Ahora estoy con esa sonrisa de gato durmiendo mientras el naranja del sol se cuela por mis párpados aunque estén abajo. Tengo el pecho caliente y lleno de vida. Obviamente hay algún recuerdo bueno de invierno, y alguno malo de verano. Pero sigo dándole vueltas a que los recuerdos son cálidos, y cuando estoy en un día de sol así, tengo más oportunidades de lograr esa conexión con las buenas cosas que me hicieron crecer.


Un pañuelo de tela y un nudo en cada punta era lo necesario para fabricar su gorrito, amuleto contra la lluvia. Sábado, juega Central Córdoba, los sábados jugaban los de la "B", y aunque él era "canaya" enfermo, se llevaba la radio a pilas, la pava y unos buenos mates y se ponía al lado del níspero a lavarle las hojas y seguir como iba el encuentro, para marcar, al acabar como le había ido en el "Prode" con ese resultado.

Una vez agarramos 14 aciertos, pero como pasa en las mejores películas, por alguna razón se olvidó de jugarlo. Mi abuela lo quiso matar por varias semanas, lo habíamos hecho entre los dos, y nos hubiera sacado de pobres, pero si eso hubiera pasado yo no tendría ni la preciosa vida que me tocó vivir ni su recuerdo tan tatuado.