"Vida" de Sui Generis lo compré en Melodías, una de las disquerías que más me
gustaba de la galería, quizás no era la más grande, pero era bastante variada y
el chico de la tienda no era como los otros, este ya tenía el pelo largo, unos
rulos increíbles, el típico chalequito a rombos en la parte delantera mientras
que en la espalda dominaba un marrón tan repetido por esos tiempos en todo tipo
de prenda. Pero su camisa, de mangas cortas, era fucsia y dejaba al descubierto
sus poblados brazos. Sus pantalones eran
largos y acampanados, amarillos cremita. Un atrevido.
No sé porqué por esos tiempos se llamaba Charlie, pero era
algo global, sin conocer el mundo como se conoce hoy, en las películas de
guerra que daban en el Lumière, entre yanquis nombraban al enemigo
"Charlie", al menos así salía escrito en los subtítulos. Puede que,
por aquella época, el hoy Charly García, se sintiera enemigo de alguien o algo,
puede que luego con los siguientes discos o pasos nos acercara a la certeza. De
Nito no hay mucho que decir, por aquel entonces se repartían a las groupies en
igual proporción.
La cubierta venía con un bolsa plástica a medida del sello
Microfon. antes de salir también me lo enfundó con una bolsa resistente con el logo
del local. "Cuidalo pebeta"
me dijo, y agregó "es una joya". No me quedé a abrirlo ahí, ni en la
plaza San Martín, a dónde a veces nos hacíamos la chupina, ni en el colectivo, la
E, que por aquellos tiempos nos dejaba bastante cerca del barrio Celedonio
Escalada, más vulgarmente conocido como "La Florida". Un barrio
verde, frondoso, lleno de flores, de veredas enormes, arboles altos tales como
Eucaliptos o plataneros casi jurásicos, al que no le faltaban los palos
borrachos que más de alguna pelota se
cobraban cada tarde cuando los pibes salían con sus Sacachispas. Caminar por
aquel boulevard no sabiendo que debajo de mi brazo, pegado a mi carpeta de dos
anillas, llevaba la música que me iba a cambiar la vida, de verdad, y para
siempre, hoy me hace aún cosquillas.
Llegué a casa, pase por el costado del local, el viejo
estaba cerrando. Por la tarde solo lo atendería Elena. Abrí la puerta, y la
parra, junto con el potus de hojas gigantes me cubrían de un sol que nada sabía
de primaveras a esa hora, más bien de la siguiente parada, la próxima estación.
Recorrí el fresco pasillo natural hasta mi cuarto,
aunque el combinado estaba en el living,
yo quería estrenarlo en aquella maletita mágica. Sin sacarme la pollera, ni la
camisa blanca y su chaleco azul que concluía el uniforme del Normal, enchufé
esa maravilla de la ingeniería. Turquesa reluciente, con textura que simulaba
cuero, Winco. El plato estaba listo.
Saqué el disco de la bolsa, le retiré el plástico protector,
y lo abrí, si, era una cubierta doble, hoy le llaman gatefold, no me acuerdo como le decíamos nosotros. Ese olor a
cartón, tinta fresca y vinilo recién sacado del horno era algo que llevaba la dopamina
a dispararse. En el interior las caras del dúo enfrentadas. Hablando de horno,
papá ya entraba por la puerta, aún con el gorrito blanco puesto y lleno de
harina. Elena hacía una hora que había llegado de dar clases en el colegio
inglés, y ya tenía nuestro menú en la mesa, una ensalada de tomate y crujiente
lechuga, cebolla (pasada por agua antes, para sacarle esa acidez, aunque a mí,
me repetía igual) sal, aceite y vinagre puestos como sin ganas pero con una
precisión de cirujano. Rosbif, que le
había enseñado Amparo a hacerlo, y unas papitas noisettes, si, en una hora. Tomás, obviamente, traía el pan. Hay
cosas que te marcan en la vida, y es por eso que recuerdo que eran miñones, una, porque eran los preferidos
de papá a la hora de acompañar una ensalada y sucar en la bandeja al acabar, y otra, porque no podía creer que
hace instantes, había escuchado "Canción para mi muerte" -Hubo un
tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad...-. Qué locura lo que había
escrito ese chico de lentes.
Le seguía "Necesito". -Necesito alguien que me
emparche un poco y que limpie mi cabeza, que cocine guisos de madre, postres de
abuela...- Y ahí estaba yo, embobada, con el tenedor jugando entre el plato y
la boca y la vista puesta en un punto fijo sin concretar, pensando en mi abuela
y lo poco que la había tenido, en lo fuerte que me agarraba la mano al cruzar
la calle y en su pudding, de pan, en casa de herrero cuchillo de palo y en casa
de panadero, pan. Esa palabra moderna: reciclar,
se hacía por inercia, resultado de ello, por nombrar algunos: pan rallado,
pudding y rebanadas de pan duro para ahogar en huevo, freír y espolvorear con
canela. Torrijas. Otra receta "Made in Spain" que hasta mis hijos en
plena inflación, con Alfonsín, tuvieron que catar más veces de las que me
hubiera gustado, pero eso es otra historia, o la misma.
"Mi casa, mi
padre y Jesús" rezaba "Dime quién me lo robó". Y yo estaba
ahí, en mi casa con mi padre y esa cruz de madera arriba del televisor. Un
Motorola que seguramente costó muchos madrugones, muchas varillitas y espigas.
Pero ya sabemos que "al que madruga Dios le ayuda", y ahí estaba su
hijo, clavado, arriba de la bondad que su padre había tenido con el mío.
En una primera escucha, mi cabeza se había quedado girando
sobre aquel disco, sin querer estaba fregando los platos, sin distinguir lo
amargo y dulce del caramelo de aquel flan que me acababa de comer sin recordar.
Se había desvanecido, pero no la letra de "Estación". ¿Qué quería
decir García con: que volaba cuando
estaba en algún sueño, para despertarse dentro de su dueño. Esa chica
(pensaba que era una) ¿no era feliz con su pareja? Di vuelta la cabeza y estaba
el vestido florido de Elena sirviéndole un café a los blancos pantalones Ombú.
Otra de aquellas contradicciones, tomar ese brebaje antes de la siesta. Yo solo
pensaba en poner la cara B del álbum antes de que venga Mabel, pero el de
geografía nos había dado tarea, a menos de un mes de acabar las clases, el
señor Garrido no bajaba la guardia, nunca.
"Toma Dos Blues" acababa dándome la explicación
del nombre del grupo. En ese final, el tema decía y repetía "Estoy con
vos", eran de nuestra generación o especie, no nos iban a dejar y nos lo
confesaban a los cuatro vientos. En ese low
tempo que bien podría recorrer de Mississippi a New Orleans. Pero qué
sonidos tan etéreos y espectrales para despedir una cara A maravillosa.
Mabel y Piero tocaron el timbre, sin apretarlo mucho para
que suene menos. Ellos eran vecinos de la otra cuadra, compartían medianera. Y
por la parte atrás, unos higos de envidia. Entraron haciendo silencio, como
cada tarde que venían, por aquello de no despertar a papá. Entraron en mi
habitación, ella fue directa al grano, y agarró esa portada color bordó con fuerza y emoción. Miró cada
ladrillo que rodeaba a la pareja y se quedó perpleja con el efecto de la
contratapa, esa yuxtaposición de la sonrisa de Carlos Alberto García Moreno con
las terrazas de aquellos edificios mientras sus ojos flotaban en el cielo.
Mestre perdía su mirada en un horizonte que no nos revelan. Piero se tiró en la
alfombra sin preocuparle nada y puso el disco desde cero. Me volví a emocionar
con la primera, que le dio paso a las otras, pero en las otras solo me detuve a
congelar el momento. Ver las caras de mis amigos tan sorprendidos como yo un
par de horas antes, solo dejando escapar un "fua" en los cortos
silencios que ponen en blanco el cerebro por segundos, no tenía precio.
Acabó el primer lado y nos dimos un tiempo para comentarlo. Concluimos
que si acababa ahí, ya nos dábamos por satisfechos.
Dimos vuelta el disco y al terminar "Natalio Ruíz, el
hombrecito de traje gris" tuvimos que levantar la púa, no podíamos parar
de comentarla, eran tiempos en que el color, desde Paris, o Woodstock, no
paraba de brotar, el clima en el país después de la masacre de Trelew era muy
raro, no se sabía si íbamos a salir, si al fin los militares iban a claudicar,
si volvía Perón o qué. Se atisbaba la democracia, pero no llegaba. Nosotros
teníamos 16 en aquel entonces, pero 3 años atrás no pudimos ser ajenos al
Rosariazo, hacía poco que estábamos en la secundaria, muchos cambios, pero
muchas injusticias, y aunque muchas de nuestras familias eran "la familia
tipo argentina", la que celebraba cada junta militar de tenerla a su
merced, muchos de nosotros, al salir del nido y juntarnos con otros, íbamos
viendo que había otra realidad.
Bajamos la aguja nuevamente y pum, "Mariel y el
Capitán". Yo me llamo Maria Elena, Piero que era un adelantado me llamaba
Helen, y Mabel, Mari. Pero al sonar ese tema, como si de una cajita musical se
tratara, sale la voz ronca de Nito, no acorde a su juventud, esos chicos no
eran acordes a ese espacio tiempo, por suerte y gracias a Dios. Piero de un
salto, que dejó ver su ombligo de lo corta que usaba las remeras, grito con ese
ademán tan de él:"Mariel!!! te la hicieron para vos, loca!"
Probablemente desde ese día me llamo Mariel, probablemente desde ese día,
subliminarmente, metieron en mi subconsciente que iba a tener que preparar ese
té con limón a mi Capitán, y probablemente, ese capitán fuera un par de años
más tarde Erverto. Suerte que la historia no acaba tan trágica como la de la
canción y hoy estamos los dos, uno para el otro.
Hoy escucho "Amigo vuelve a casa pronto" y una
sensación sube automáticamente hasta la garganta, para atar un nudo. Acá tengo
que hacer un breve inciso y explicarlo. Piero Testonini* era hijo de la Yana y
Antonio. Se contaba en el barrio que la Yana era un minón, una cantante de
varieté, aunque muchos creían que su profesión era algo más subido de tono. Se
sabe que se conocieron en el transatlántico que los dejó en Buenos Aires, antes
de que les rompieran sus nombres y apellidos en la aduana vieja de la misma
ciudad. Cayeron sin contacto alguno. Se dirigieron a La Boca gracias a la recomendación
de otro tano, y allí un pequeño gueto
les indicó que la mejor elección para aquel entonces, era venir a Rosario,
donde había muchos italianos, pero donde se esperaba que la ciudad creciera exponencialmente,
mucho más que otras del interior. Buenos Aires, por aquel entonces se estaba
poniendo brava de tantos inmigrantes que llegaban de cualquier parte del mundo,
sobre todo, la vieja Europa, tan atemorizada con la Gran Guerra y otras
guerras. Piero nació a orillas del Paraná, Antonio, que había sido marinero, se
ganaba la vida como mecánico y la Yana como peluquera. Siempre supimos que
Piero era especial, desde la primaria en la Ovidio Lagos. Sufrió mucho acoso
por su forma de desenvolverse. Y solo, con nosotras era realmente libre,
realmente él (o "ella", como le gustaba decirse siempre entre risas y
un carisma apabullante). No me puedo acordar cómo recepcionamos aquel tema
aquel día, quizás no nos hacíamos falta como más adelante sí.
Quizás porque. Y quizás porque toda esta música se metió en
mi cabeza. Y quizás porque todas estas letras y las de otros. Y quizás porque
el amor. Y quizás porque la juventud. Y quizás porque el sol. Quizás porque la
noche aquella en aquella pizzería. Quizás porque los militares. Quizás porque
la política. Quizás porque muchas cosas, pero conocí unos años más tarde a
Erverto, él era (es, y lo será) mayor que yo, él tenía un halo progre que no
era fingido, él llevaba barba, fumaba rubios sin filtro, siempre un libro en la
cartera de piel, siempre una flor en la servilleta, siempre palabras, si venía
el silencio era por sus besos, o porque cerca había un patrullero, pero lo
conocí, viví por poco tiempo una película del mejor cine noir francés y con menos de 20 años estaba mirando por la
ventanilla de un Boeing 747 como se hacía cada vez más pequeño el continente
americano. En España, "Quizás porque" me seguía a cada rato. Cuando
sin que nadie lo viera a él, se le cayera una alhaja del rastro en su bolsillo
y apareciera más tarde en mi oreja, o cuando el frío no dejaba de seguirnos y
su barba hacía de boina a mi cabeza hundida en su pecho. Llegamos a Barcelona y
nuestra suerte cambió, ya no era tan sórdida como la capital, aunque llegamos
un mes después de que "el cabrón" muriera, por Madrid seguía muy
tibio. En cambio, en la ciudad condal, el mar ampliaba el horizonte hasta el
infinito. Al final de las ramblas (si las habré caminado, llorado y disfrutado)
está la estatua de Cristóbal Colón, y con su dedo señala para allá, para
América, Argentina, Rosario, casa. Y si mirás para la montaña, en cualquier
punto de la ciudad, siempre vas a encontrar esa casita blanca reinando
Collserola. El Tibidabo y ese Jesucristo de brazos abiertos que omnipresente
gobierna la ciudad y nunca la abandona, excepto que haya mucha niebla, o smog en
su momento.
Pasaron muchas cosas en 5 años, tantas que pareció una vida,
y en 1980 aunque seguían los militares, volví a Rosario. Ahí estaban ellos,
Mabel y Piero, firmes en el aeropuerto de Fisherton, después de que mi vuelo
haya empezado casi 48 horas antes en el Prat. Mis viejos siempre fueron
grandes, me tuvieron con 45, así que para entonces cargaban con 69, y con algún
que otro problema de salud. Por supuesto que la panadería ya había cerrado, y
gozaban de buenas jubilaciones. Mis amigos me dejaron en casa, era otoño y el
patio no lucía ni tan verde ni tan frondoso. En realidad, desde que llegué a
Ezeiza y nos dirigimos con más pasajeros al Jorge Newbery para hacer trasbordos
hacía otros destinos del interior, todo me parecía más gris, más medido, y me
pareció lo mismo en el aeropuerto de Rosario donde no fueron ni fogosos ni muy
expresivos los abrazos de Mabel y Piero. Quizás porque.
Luego quizás todo me cerró. Cuando entré al comedor, ahí
seguía firme el combinado, lo acaricié a la pasada al entrar, más tarde me pondría
a recordar buenos momentos (o eso pensaba yo). Luego de una siesta que me dejó
trastocada, sin saber dónde estaba, fui al living y ahí estaba Elena, siempre
con un vestido que le cubriera las rodillas, y mi viejo, igual de alto y fornido,
cubierto de canas, y según él, también de dolores. Tomamos el té con galletitas
de su factura, y luego de un buen y grato rato en que nos pusimos al día, ellos
volvieron a los quehaceres diarios, como si yo no estuviera ahí, como si no
pudieran traspasar por sus sentimientos y abrazarme otro rato, por los momentos
que no vivimos. Así que me acerqué a los bafles del tocadiscos, arriba de ellos
estaba la colección de discos, sinceramente no miré todos, vi muchos de Anibal
Troilo y Carlos Gardel, los de los Carpenters seguían allí, pero no veía a
"Vida" de Sui Generis, si "Pequeñas anécdotas sobre las
instituciones" de ellos y si a la negra Sosa. Cuando le pregunté a Elena
por el disco, se volvió a sentar, planchó la tela de su vestido sobre sus muslos,
se colocó los lentes con el índice hacía atrás, y me explicó de manera muy
didáctica lo que había pasado al irme, al irnos. Allá por el 75, la
"Triple A" ya estaba haciendo de las suyas, de hecho, en la famosa época
del "algo habrán hecho", nosotros tuvimos que simular un picnic en el
Balneario La Florida, en pleno invierno, y con la canasta llena de panfletos y
libros con los que te podías quedar pegado. Así que me imaginé que podía venir
por ahí, y así fue, cualquier cosa que ellos captaran, ellos mis padres, con
más de 65 años, que pudiera "desordenar el orden público", se lo
quitaron de encima. No quise saber más de su paradero. No quise saber o
recordar cuántos otros habían caído en la volteada, me alegró saber que, como
la cubierta del mencionado "Pequeñas..." es de dibujitos, pasó el
radar de mamá sin que se diera cuenta. Antes de volverme a Barcelona (que ya
extrañaba sin haber estado muchas horas en mi país) lo guardé.
Durante unos pocos días hice ese ejercicio de rigor de
quedar con mucha gente a la que saludas, ellos piensan en la bienvenida y uno,
en la despedida, porque no sabes si los volverás a ver esos días, y tampoco
sabes a ciencia cierta si los volverás a ver algún día.
Volví, y tuvimos a Julián. Ese sería el resumen.
Lo extenso sería contar que no podíamos
"quedarnos" embarazados. Que mi padre decía estar más enfermo, que
antes de que llegara nuestro deseado hijo, planificamos para que venga alguno
de los futuros abuelos, y por una cosa u otra, cayó Elena. Para los anales
queda aquel frío enero, en tierras lejanas, y su cumpleaños número 70, los 4,
solos en el apartamento de calle Asturias.
"Quizás porque" era el preámbulo que sonaba en mis
noches de vigilia cuando el nuevo integrante de la familia no podía dormir, y
luego, en el mismo orden que en el disco, venía "Cuando comenzamos a
nacer". Qué bella melodía. arranca como con una quena, con un sonido
andino, como algo que va a ser triste, que finalmente, lo es. Pero Julián no
iba a saber el contenido de la letra, si no, que su mamá le estaba
transfiriendo una preciosa armonía, y a veces funcionaba, y si no, venía alguna
de la gran María Elena Walsh (Mariel para los amigos?).
Mamá se volvió a los meses de tener a nuestro primer hijo,
un tiempo más tarde nos dijeron que mi padre no iba a durar mucho más.
Ordenamos las cosas, el corazón y la cabeza como una más de ellas, arreglamos
la salida, cortamos los flecos que podían quedar sueltos y nos fuimos. Nos
había costado mucho establecernos, conseguir los papeles, mantenernos, no bajar
los brazos, que no nos carcoma la nostalgia, llegar al negocio propio, mudarnos
a la casa deseada, hacer pie. Pero quizás por esa razón, y definitivamente por
otra, nos fuimos para quedarnos, para nunca más volver (o si).
La democracia llegó en 1983 y nosotros con ella. Erverto, yo
y el "galleguito carasucia" como le decía Lino, su abuelo, padre de
Erverto, que fallecería en 1985 luego de una larga enfermedad y por orgullo, el
de no querer que le cortaran una pierna. De a poco fue acercando la lápida de
él mismo a su cabeza. Arminda, su mujer quedaba desarmada, nosotros también,
pero mi papá mejoraba, y ya no fue esa
la razón por la que quedarnos, si no por una larga lista, en la que se
encontraba que, Erverto por fin se volvía, justamente, a encontrar, con su ciudad,
con sus hermanos, con su madre y ya no con su padre. Así que decidió hacer su
carrera, Psicología. La terminó a la vez que venía Mara, nuestra segunda hija
(y última). Larga ya no era la lista, sino la distancia que tenía el charco, y
cortos quedaron nuestros ahorros. Una inflación primero, y una hiperinflación a
finales de los 80 nos dejaron destrozados, pidiendo la caja PAN, yendo a buscar
un pedazo de carne en bicicleta unos 5 kilómetros por lo que antes te hacías un
asado completito pan y vino para todos. Remendando la ropa heredada. Haciendo
aquellas torrijas.
Hoy se recuerdan los 80 con una nostalgia que yo no
entiendo, yo tengo nostalgia del final de los 60, principio de los 70, de aquel
tocadiscos y de mis amigos, de jugar en libertad y de ver la alacena llena de
latas de conserva, muchos paquetes de azúcar, botellas en la vitrina, y una
heladera llena. A finales de los 80, Elena enfermó, ella no se enteró, todos
nosotros sí. Mi papá lloraba por los rincones, Mara lloraba en el canasto, y yo
lloraba mientras limpiaba a mi madre, que ahora tomaba el rol de hija. Poco a
poco fui creciendo y mis fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de
jabón.
En 1990, lo que quedaba de Elena, nos dejó.
Julián también fue creciendo, estudió en la misma primaria
que yo, hizo amigos, y se le veía feliz. Incluso Mara estudió allí, aunque todo
lo costó un poco más. Erverto ya era colegiado y se montó un consultorio en la
antigua panadería de mi padre. Tomás, cuando salía a la vereda, para los
vecinos, era el mismo tipo esbelto y bien peinado de siempre (porque conservó
todo su pelo hasta el último día), en cambio para nosotros comenzaba otra
batalla, la de un padre que le teme a la muerte, que no soporta el dolor de las
enfermedades que le empiezan a salir, y que por sobre todas las cosas, extrañaba
horrores a su compañera de vida. Es horrible ver llorar a tus padres.
Antonio lo venía a visitar, pero cada vez estaba más
flaquito, Piero, su hijo, mi amigo, ya no era el de antes, los 80 para él fue
un despertar, una explosión, una experiencia enorme y, peligrosa. Viajó, se
enamoró de playas, mujeres, camisas, hombres, drogas, ciudades del viejo
continente, música. Y para cuando dejó de girar, se miró al espejo y cuando se
encontró, no solo se vio a él, si no también unas horribles marcas,
laceraciones, lunares en la piel que nunca había tenido. Perdió la cordura que
venía perdiendo, por completo, enfermó, se disolvió como sal en el mar. Si el
SIDA pudo con Freddie Mercury, también pudo con él, y también con el pobre
Antonio, aquel marinero fuerte de la armada del Ducce. Sucumbió a la sexualidad
de su hijo, a su enfermedad y a su cura sin remedio, y una vez se apagó la luz
de los ojos de Piero, el se entregó a las aguas de la desconocida y hermosa
muerte, que a todos nos llega.
Para 1995 Central salió campeón internacional de la Copa Conmebol,
Julián se escapó para ir al Gigante, y a dos cuadras de ahí se encontraba ya
internado Tomás Dionisio, este hijo de Zeus, dios del vino y el exceso, ese día
volaba entre los gritos de la muchedumbre y una morfina que ya nunca más lo
abandonó, solo puso un pie en 1996.
Volver a casa y ya no sentir más su olor, no escuchar su
andar de gigante, no verlo, fue muy duro. Por suerte, nunca dejamos de tener
líos en casa que me tuvieron entretenida, de la misma forma que la
reestructuración bajo aquel techo.
A finales de siglo no se paró el mundo como todos
profesaban, pero si se paró el país, al inicio del 2000, nunca habíamos tenido
un gobierno tan demócrata y tan progre, sin embargo estos nuevos gobernantes,
habían recibido una manzana podrida. Todos los sueños y esperanzas que teníamos
personales, los familiares y los vecinales, todos se fueron al garete cuando se
desveló lo que muchos ya sabíamos, la hipocresía de creer que nuestra moneda
podía valer como la de los Estados Unidos, pero ese fue el espejismo que nos
vendieron para recuperar el país de aquella inflación. En el camino se formaron
"nuevos ricos". Vecinos, familiares, famosos, conocidos, y no tanto,
hacían cualquier cosa y se creían ricos, agarraban subsidios de fabricas que
cerraban y montaban kioscos, veraneaban ya no en Mardel, sino en Florianopolis,
ya no compraban en la peatonal, iban a Miami. Qué locura. Si los hubiera visto Natalio Ruíz.
"A todo cerdo le
llega su San Martín" y en 2001, tras caer, como si una de las tantas
películas de ciencia ficción que nos hicieron ver, las Torres Gemelas. Si eso
pudo pasar, obviamente que en nuestro país puede pasar cualquier cosa. Como un corralito, donde nadie pudo sacar su
dinero de los bancos, ni los pobres, ni la clase media, ni los ricos. Y lo
hubo, y no fue ciencia ficción. Y todo voló por los aires, como las 2 torres,
pero con sonido a cacerola golpeada.
Nosotros, nunca tuvimos mucho dinero, tuvimos lo justo.
Aquello de que "Dios aprieta pero no ahoga". Podíamos pagar las
facturas, las de la luz el agua y a veces, las de la panadería. Para ese
entonces yo ya estaba más entregada al Padre Ignasio (un cura sanador que se
había establecido hacía unos años en la vecina localidad de Rucci) que a
Erverto, los chicos lo veían, los chicos lo sabían. Julián había acabado la
secundaria, Mara recién había entrado. Ella con problemas fuera y dentro,
suerte que Erverto la apoyaba mucho en ambas cosas. Julián había entrado en la
facultad y creíamos que le iba tan bien como en las otras etapas escolares.
Toda la situación era extraña, pero guardábamos un as en la
manga, teníamos los papeles en regla, me refiero a los pasaportes españoles.
Volver a aquella tierra me producía vértigo y a su vez unas mariposas en la
panza que hacía tiempo no me visitaban. De un contacto de nuestra época ahí,
surgió una oportunidad, pero no nos animamos a hacerla a la ligera. Cerrar las
puertas de esta casa, tras haber armado las maletas e irnos, así, sin más. Eso no cabía en la cabeza pensante de Erverto, ni
en la de Mara que pasaba por una etapa difícil, pero si en la mía, y por
suerte, en la de Julián, que siempre quiso saber porque amaba aquel póster del
Tramvia Blau, que colgaba en su habitación, sin conocerlo.
Gracias a Tomás, yo tenía un puchito de dólares, Julián
había ido cambiando en los últimos días de su trabajo, además consiguió los
pasajes más baratos, así que nos fuimos los dos, y los otros dos se quedaron
bajo la atenta mirada y colaboración de nuestro último ángel guardián, Arminda.
Aterrizamos y nos vinieron a buscar al Prat, amigos que
hacía casi 20 años que no veíamos, fue muy emocionante, paramos en el
departamento de Carlos, un protagonista secundario en mi infancia y
adolescencia, ya que compartimos barrios, escuelas y hasta la amistad de la mismísima
Mabel. Carlos era un gran amigo, si no el mejor, del hermano menor de Erverto.
Es muy loca la historia porque para Julián era (y es) su tío, y no, el verdadero
hermano de su padre.
No sé cómo, pero me desperté en un vuelo volviendo. Había
soñado que Mara me necesitaba y ya no pude más con mi presente. Al despertarme
en la realidad del avión, me di cuenta que ya no estaba Julián al lado mío como
en la ida. A partir de ese día o quizás desde el 20 de mayo de 2002, cuando
embarcamos, ya no pude ser más yo misma, ya nunca más me sentí entera.
Julián se quedó. Y 20 años más tarde tuvo un hijo. Me hizo
abuela. Y un día me mostró por videollamada que había conseguido un trofeo de Francia, tenía en sus manos
"Vida" de Sui Generis. Creo que ahí me cayó la ficha de todo. Vi a
Mara, crecida, bajo mi ala, quizás siempre me necesitó, pensé en Erverto, que
aunque no esté en este momento bajo nuestro mismo techo, siempre nos protegió y
se mantuvo cercano. Vi la foto y recordé a Mabel, de joven, observándola, por
suerte hoy sigue aquí, en el barrio, con sus nietos cerca y veces podemos
vernos, y a veces, por no decir siempre, recordamos a Piero y todo lo que
conlleva. Nunca me olvido de mi madre, porque todos los días cocino lo que ella
me enseñó, y es imposible que no recuerde a mi padre, cuando todos los días
riego los canteros llenos de plantas y aquel potus gigante, y veo las flores, y
detrás, las paredes, en yuxtaposición, que él me dejó.