De vez en cuando, no siempre, la vida nos devuelve esa adrenalina que,
químicamente, tenemos apagada.
Ese escalón, ese altibajo pronunciado, esa sacudida abrupta nos sopapea, a
veces de improviso y otras, por elección propia.
Esta última es la que se está inyectando en mi, hoy.
Como cuando uno va a un examen para el que no se preparó.
Como aquel primer beso que tenés que dar de una vez por todas.
Después de comer, la tarde tendrá dos escenarios, o lenta como viene siendo
por estas últimas jornadas, o veloz y trepidante si el corazón así se monta su
película, en co-producción con el alma y dirigida por el cerebro.
Apuesto por una mixtura entre las dos, algo así como: mirando el reloj
continuamente sin que los minutos pasen, pero con un movimiento de piernas que
nada le puede envidiar a los calentamientos de un equipo de futbol.
Aquel primer vuelo.
Aquel test de embarazo.
Y la cosa tiene que ver con inicios. Esta noche volveré a subirme a un
coche. No de copiloto, y a expensas de una atenta mirada, la de la profesora.
Según auguran será una noche larga, como un velorio, como la vuelta de un
viaje, como el lunes cuando tu “cuadro” perdió.
Todo tiene su porqué, soy cómodo, los miércoles las vueltas son por el
barrio, el próximo es festivo, me conozco bastante las calles y sus “trampitas”.
Estará oscuro y soy consciente de ello, pero también estará bastante despejado
(eso espero) de conductores con prisa, de chóferes que se olvidaron que algunas
vez pasaron por esto.
Mañana, de todo esto, solo quedará este testigo, este inútil relato, que no
hace más que disfrazarse de explicación de un sentimiento, mientras que, lo que
realmente es, es un atajo hasta las veintidós horas.
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