¿No es mejor el sofá
de casa? Con sus almohadones bien amoldados a nuestros culos, o el balcón, con
todos esos huecos en las fachadas de los edificios cercanos, “televisiones
públicas” de programas efímeros que sólo nos proporcionaran un capítulo
irrepetible. En realidad, hay algunos vecinos que les da por aparecer
continuamente en la misma posición, a la misma hora. Yo soy uno de ellos, con
mi termo bien caliente, sacudiendo el mate,
como si de una coctelera se tratara, con algo sobre la mesita para leer y
algún elemento para llenar de migas las hojas de lectura. Esto me lleva a
pensar, ¿habrá hongos en los libros de la biblioteca? O colecciones de pelos de
anónimos lectores, de todas las épocas, de todas las edades, sobre todo
hombres, con insipiente alopecia, que puede venir acompañado de seborrea,
escamitas de piel o caspa. Los bibliotecarios más vocacionales, ¿harán limpieza
de los interiores de estas obras que reposan sobre sus estanterías? Creo que
no, en mi caso, ni siquiera le paso el plumero a las motas de polvo que se van
acumulando en la parte de arriba de ellos, ni hablar de los que cuentan con
tapa dura, en ellos se forma un canal donde las partículas polvurolientas y
esporas de diversos reinos comulgan y copulan formando la famosa mota de polvo,
que un día decide bajar a los suelos para coronarse reina de la pelusa. Por
tanto, definimos que, los libros son las factorías de estas incomodidades que
una vez a la semana (con suerte) nos dignamos a barrer.
Todos tenemos un
sueño que no pasa por transpirar como un vaso de granizado en verano. Algunos
aspiran a ser escritores, otros se conformarían con pintar en un lienzo una
naturaleza muerta, y la inmensa mayoría a dar dos notas seguidas con el
instrumento musical que hayan elegido como verdugo (yo me apunto al grupo de
las guitarras eléctricas). Ese plan a futuro no lo ponemos en marcha, sin
embargo nos calzamos las zapatillas como si nada.
Lo peor es que para
todo se necesita tiempo, y solo hay uno, éste.
Cuál es el premio de
llegar con esa cara de muerto-vivo, de zombi de película “B”, con las cuencas
de los ojos hundidas, los pómulos rojísimos, las venas de la frente a punto de
estallar, la planta de los pies en ebullición, el palpitar del corazón al ritmo
de una batucada.
¿A quién no le gusta
una asquerosa hamburguesa doble de McRonalds? Acompañada de crujientes
pseudo-patatas fritas (aceite trans, por favor), cola de jarabe, y crema
calórica helada con dulce de leche “dietético” y topping de Oreo para mi.
O fumarte un buen
caño, quedar con el cerebro fracturado, la “mandígula” desencajada y la panza
repleta de gominolas, kit-kats, maní con chocolate o garrapiñado, chips a
discreción, mucha CocaCola y más chocolate. O un vermut de aquellos que duran desde las once hasta la siesta. Los
invitados al desfile son el fuet, las olivas, los boquerones, las bravas (of
course!), chipirones, pan tostado, tomate para frotar, ajo “why not”,
croquetitas, rabas, mejillones, choricillos del infierno, pimientos de padrón,
toda la batería de rebozados que se imaginen, pezqueñines sí ¡Gracias!, un
eructo, repetir, mezclar, saltear, humedecer con bitter, cerveza, gaseosas o el
mismísimo vermouth que le da origen a este momento mágico.
Todo lo anterior no
es saludable, es disfrutable y al
parecer no son compatibles estas dos acciones. No son compatibles porque cuando
uno viene de correr y se ducha, se siente tan liviano que lo acompaña con una
ensalada o una manzana, depende el momento en el día que haya decidido salir. Y
cuando es al revés, uno esta tan a gustito con la barriguita que acaba de
generar, que para que hacerla sufrir, que sentido tiene forzar el vomito, mejor
quedarse en casa, hacer bondad, y
tomarse un té de menta poleo con magdalenas rellenas de mermelada.
Como ejemplo claro, aunque a alguno le resulte de
poco tacto o muy negro, de lo contradictorios que son los mensajes, las
etiquetas de lo “correcto” y lo “incorrecto”, es lo que pasó en la última
maratón que acunó Barcelona, donde un pobre hombre murió. Una columna del
periódico posterior al hecho se jactaba en sus líneas “al menos murió haciendo
lo que quería, correr”, me pareció desubicada. Ese día me dieron ganas de
correr, pero de salir corriendo en busca de mis zapatillas y cortarlas a tiras,
romperlas y tirarlas, cosa de que no se me pase por la cabeza morir así y que
encima en el diario salga “que me gustaba”.
Lo hago obligado.
No veo, qué hace
tanta gente, yendo hacia ningún lado, y vuelta.
Además, para los que
usamos gafas, es un peligro, si corremos con ellas se nos empañan, manchan,
transpiran, engrasan y terminamos por no ver nada, o salir sin ellas y poner el
pie en el primer pozo, creando un perfecto esguince que nos alejará de los
campos de concentración, donde habitualmente, los que tenemos esa “suerte”,
acudimos para trabajar.
Entonces, por qué lo
hacen? Es para escuchar más aquel viejo Ipot, tan costoso, que espera como
cordero la muerte a manos del ácido lobo? O como un escape al retrato familiar
que le espera en casa? Para cualquiera de las dos opciones hay mejores
soluciones. O te mudas lejos del trabajo y aprovechas el recorrido en un
confortable tren de cercanías, que además de ofrecerte la alternativa musical,
te da la oportunidad, gloriosa, de leer. O te separas y te vas a compartir piso
en una habitación indecente que te dará un look de hipster bárbaro. Estas dos
provocaciones se pueden hacer a la vez. Combo saludable sin ejercitar.
Espero que todos los
que veo trotar por ahí no vayan al psicólogo, eso si que sería darle margaritas
de comer a los cerdos, o tirar manteca al techo (la primera imagen es mejor,
pero la segunda, sin entender quien haría eso, me gusta más). No puede un
humano analizarse tantas veces en la misma semana. Cuando corro, vengo todo
empapado, fruto del entrenamiento de esas células grises que vienen sin manual
de uso ni botón de “off”.
De todas maneras en
correr encuentro una buena forma de ligar, se me esta haciendo tarde, y no me
gusta salir sin sol, y estoy soltero.
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